El ascensor es un hueco mínimo. Se pueden juntar varias personas que no se conocen de nada, estar una apretada contra la otra, y hacerse 10 pisos sin que nadie diga ni mú. Y la cosa es violenta. Todos ahí apretados, intentando no tocarse; un horror, oiga. Pero cuando la cosa se estira al límite es cuando van dos personas solas. Es tan desagradable como cuando uno dobla la esquina y se pone a andar al mismo ritmo que otra persona que pasaba por allí. Y ahí estáis los dos, andando uno al lado del otro, que parece un marcaje en zona. Al final tiene uno que apretar el paso y meter tierra por medio, de lo incómoda que es la situación. Revisemos qué pasa en un ascensor.
Llegas y hay alguien esperando. Vaya, hombre, ya es casualidad. “Hola”, “Hola”, cruce de saludos sin mayor compromiso. Uno mira el correo, el otro mira por la puerta esperando a que venga su tia (no te joroba). Al fin, después de un largo silencio, llega el ascensor.
“¿A qué piso vas?”, “Eeeh, al sexto”, “Vale, yo al séptimo”. Cojonudo, tenemos extended version. Tras los prolegómenos, al alcance incluso del más negado, comienza la escalada. Miras los botones. Vaya, cuántos hay. Miras el marcador, miras el suelo, levantas después la vista y tarareas el porrompompero. Uno empieza a notarse incómodo y siente la urgencia de decir algo, por insustancial que sea, algo que rompa el hielo. Política, fútbol, sexo… todos los temas parecen demasiado arriesgados para salir del paso, y al final se recurre a lo de siempre: el tiempo.
“Pues ya empieza a hacer calor, ¿eh?”, te dice el otro. Y tú pensando “Pues claro que hace calor, cretino, si estamos ya Julio”, y el otro que se hace cargo: “Joe, claro que hace calor, qué tonterias digo, si ya estamos en Julio. La gracia estaría en que hiciera frío”. Y ya la hemos liado. El diálogo para besugos está servido, porque una vez se ha empezado una conversación de tal calibre intelectual, es imposible detenerla.